sábado, 10 de septiembre de 2016

El niño de la llave y la abuela Gadea


Pues señor, esto era una vez un niño que se llamaba Arturo… sí, sí, como ese rey tan famoso… el de los caballeros de la tabla redonda, el de Lancelot y Merlín… pues ese

Arturito –que así le llamaban- vivía con una tal Gadea, a la que todo el pueblo llamaba abuela (sin serlo) y que era muy pero muy mayor… y grande pero muy grande….

Tan grande era que no podía moverse del sillón. Y allí estaba la buena mujer, comiendo todo el día patatas fritas y chuches… muchas chuches.

Y como quiera que no podía moverse, pues tampoco podía abrir la puerta de la casa cuando llegaba Arturito… así que le dio una llave de la casa y se la colgó al niño de su cuello, para que él sólo pudiera abrir y cerrar la puerta.

Todo el mundo empezó a llamarle “el niño de la llave” por esa llave que le colgaba del cuello con una cinta roja enorme que le había colocado la tal Gadea.

Su papá y su mamá se habían ido a un país lejano donde trabajar y poder ahorrar dinero… algún día volverían… aunque Arturito no sabía cuándo. Así que todos los días al salir del cole se daba una vuelta por el barrio por ver si los veía venir.

Aburrido… terminaba por volver a casa, se quitaba la cinta roja y con la llave abría la puerta… casi, casi no hacía ruido y despacito se metía en su habitación. Pero Gadea siempre le oía… “Arturito, Arturito ven aquí y cuéntame que tal el día”.

Arturito iba, claro… pero con cara de mal humor. Y la falsa abuela (que ya he dicho que era grande… pero muy muy grande) alargaba su enorme mano y le retorcía el carrillo derecho como si fuera de goma. “¿qué, Arturito”, decía, “¿te has portado bien en el cole?”... “¡claro!”, decía el niño, “pues ale, vete a tu habitación y no me des más la lata….”

AY!! Como le hubiera gustado a Arturito tener a sus papás con él, o, al menos, tener un hermano o un primo… no sé, alguien cerquita que le quisiera y a quien pudiera contar todo lo bueno que le había pasado en el cole… lo bueno y lo malo ¡claro!… Pero no, pobrecito, estaba solo. Sus papás estaban por ahí, en el mundo, pero no a su lado.


Pero un día, al volver del cole y después de comprar el pan en la panadería que estaba cerca de su casa, Arturito se encontró con un carro lleno de globos, de estrellas, de banderolas como las de los cumples, todo con colores intensos, fuertes… rojo, amarillo, azul, verde.

Arturito se reía sólo de la alegría que le daba ver tantos colores. Un señor, vestido de payaso, se le acercó y le dio un globo verde…..”¡gracias, muchas gracias señor!”, dijo Arturito. El payaso le dijo: “¿por qué eres un niño triste?” “porque creo que nadie me quiere….” y el payaso le contestó “¿y tú, les quieres a ellos?”.

Cuando Arturito llegó a casa le dijo a Gadea “¿acaso tu no me quieres, Gadea?”.

Y Gadea le soltó con poco entusiasmo: “¡qué dices, Arturito, como no te voy a querer si eres la única persona con la que hablo… bueno con la que podría hablar… mejor dicho… porque tú, la verdad Arturito, es que no me hablas, ni me cuentas nada...”

Y Arturito dijo: “Gadea y ¿si tú me contaras un cuento?”.

Y ¿sabes lo que pasó?... que a Gadea se le llenaron los ojos de lágrimas y comenzó a recordar los cuentos que le contaban de niña sus abuelos… porque sí, aunque no lo creas, Gadea había sido una vez niña… Arturito abrió los ojos tanto, tanto como pudo y le preguntó: “¿pero tú, tú Gadea fuiste niña… y tenías papás y abuelos?”

Un poco enfadada Gadea le contestó: “Pues claro, como todo el mundo!”. “Bueno –dijo Arturito- como todo el mundo… yo no tengo abuelos ni abuela siquiera… aunque mis padres no estén aquí ya sé que los tengo… lo digo por otros muchos niños que conozco….”

Y siguió Arturito: “pero… entonces Gadea ¿dónde están tus abuelos y tus padres?”. Y otra vez Gadea volvió a medio lloriquear...

Hacía mucho tiempo que no lo hacía y, ¡claro! ahora como se pusiera a hacerlo iba a estar toda la tarde llorando… ¡más vale que la consuele pronto!… pensó Arturito. “¡no llores Gadea!” y fue y le dio un beso.

Gadea como pensaba que nadie la quería se dijo para si….más vale que sonría no vaya a ser que este tampoco y dijo: “bueno, ale, que si no se nos pasa el tiempo entre lágrimas”.

Y entonces le empezó a contar el cuento de las moneditas de oro… pero ese a Arturito no le gustaba. Quería saber cosas de Gadea. En el cole le habían dicho lo importante que era preocuparse por los demás. De sus problemas y de su vida. “Las personas, le había dicho Don Anselmo, el profe de Historia, no son malas sin más, siempre hay algo dentro de ellas que les impide cambiar. Si consigues averiguarlo podrás, sin duda, ayudarles…..”, además estaba lo del payaso y la necesidad de contestar a esa pregunta ¿quiero yo a los demás?.

Así que Arturito pensó que tenía que empezar a “querer a los demás….”

Lo primero que le dijo a Gadea es que intentara salir de casa: “no sabes la de cosas que te estás perdiendo, ahí fuera hay muchas cosas bonitas y mucha gente amable. Y otras… no tanto, pero tú podrías cambiarlas”.

Gadea se quedó sorprendida del “discurso” que le acababa de lanzar Arturito. No sabía si reír o quizá, volver a llorar. “Quizá tengas razón. Pero… hay un problema… ¡mis piernas no me aguantan, tengo tantos kilos encima!”. “¡Pues claro!”, dijo Arturito sin pretender molestarla mucho, “¡cómo que no paras de comer chuches y patatas fritas!. Desde hoy vamos a comer sólo fruta y verduras y, si acaso, pollo o pavo que es lo que dicen en la tele. Y, sobre todo, ¡muévete!”, gritó Arturito… que aquí se puso un poco pesado, la verdad.

Entonces Arturito tiró de los brazos de Gadea cuanto pudo y, después de conseguir ponerla de pie, le insistió en eso de: izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda…así como con música de desfilar.

Gadea lo consiguió y la ensalada, el pavo y la manzana no le pareció nada mal. En cuanto a las chuches… Arturito se las llevó al cole para repartir (sólo una) a cada niño.

Y así pasó un tiempo.

Un día Gadea comprobó que la ropa le quedaba grande y le dijo a Arturito que era tiempo de salir a la calle. El niño hasta aplaudió de contento que estaba. Decidieron que, al día siguiente sábado, sería un buen día para salir.

Entonces, ese sábado, abrió la puerta Arturito y un soplo de aire le dio a Gadea en toda la cara. Y ¿sabes qué pasó? que le gustó. Sí, le gustó y le recordó de golpe cuando ella era más joven y salía a jugar con los niños del barrio. Y, ¡claro!, volvió a llorar.

Arturito cogió de la mano a Gadea que seguía gimoteando. “¡Anda Gadea, no llores más! ¿a que te gusta el airecito?”. “Sí, sí,-dijo Gadea- sí”, repitió. Arturito sonrió y la miró con ternura… quizá fue la primera vez en el año que llevaban juntos que miraba así a Gadea.

Solo fue una vuelta a la manzana, solo una vuelta alrededor de la casa. A Gadea le dio un vuelco el corazón, como si recordara muchas cosas de su vida: sus padres, sus abuelos,… a su hija.

Volvieron a casa. Arturito tenía los ojos fijos, fijos en Gadea, sorprendido de su cambio. De repente pensó: ¡está guapa Gadea!. Y se lo dijo… y le dijo también que por la noche tenía, por fin, que contarle una historia… pero que fuera bonita… “¡seguro que tú sabes muchas!”... le dijo.

Y así fue. Gadea antes de dormir se sentó frente a Arturito, que estaba ya metido en la cama, y esto fue lo que Gadea contó:

“Pues señor era una vez una familia compuesta por padre, madre e hijo y, aunque eran muy, muy pobres, eran muy, muy felices.

Pero un día el padre llegó a casa y dijo que tenía que ir a recorrer el mundo porque había tenido un sueño.

En el sueño descubría un lugar secreto en una isla lejana… donde había un tesoro escondido. El tesoro, según el sueño, estaba oculto en lo alto de una montaña y dentro de un cofre.

Así que decidió partir en su busca, pero la madre dijo que le acompañaba y que llamaría a la abuela del niño para que se quedara con él. Y así fue. La abuela del niño fue a cuidarle. Pero pasó un día y otro y otro… y no había noticias de los padres.

Y ocurrió que la abuela, que nunca antes había visto a su nieto, empezó a quererle, tanto, tanto que pensó que mejor no decirle nada hasta que el niño la quisiera a ella tanto o más que ella a él.

La cosa en verdad era rara, porque a ver: ¿alguien sabe de alguna abuela que no quiera a su nieto? ¡eso no se ha visto nunca!.

Gadea continuó con su historia… pero entonces Arturito que era muy listo y que siempre sacaba muy buenas notas, gritó: ¡Gadea, tú, tú eres mi abuela! Y se lanzó sobre ella a darla el beso más gordo que imaginarse pueda.

Gadea lloraba… yo no sé si de alegría o de qué… el caso es que, cuando estaban abrazados abuela y nieto, se abrió la puerta de la casa y ¿sabes quién apareció?... pues sí, el padre y la madre de Arturito… ¡habían encontrado el tesoro!. Estaba en un cofre donde el sueño le había dicho al padre.

Y, cuando abrieron todos juntos el cofre apareció un pergamino grande que decía: “EL MEJOR TESORO ES LA FAMILIA”.

Y fin de la historia: todos vivieron muy felices y ¡comieron perdices!. Y ya no tuvieron que irse ninguno por ahí porque en casa ¡lo tenían todo!.

(¡AH! que Arturito ya nunca más fue el niño de la llave… porque siempre estaba su mamá o su abuela o su papá esperándole en casa).

No hay comentarios:

Publicar un comentario