Pues
señor, esto era una vez un niño que se llamaba Arturo… sí, sí, como ese rey tan
famoso… el de los caballeros de la tabla redonda, el de Lancelot y Merlín… pues
ese
Arturito
–que así le llamaban- vivía con una tal Gadea, a la que todo el pueblo llamaba
abuela (sin serlo) y que era muy pero muy mayor… y grande pero muy grande….
Tan
grande era que no podía moverse del sillón. Y allí estaba la buena mujer,
comiendo todo el día patatas fritas y chuches… muchas chuches.
Y
como quiera que no podía moverse, pues tampoco podía abrir la puerta de la casa
cuando llegaba Arturito… así que le dio una llave de la casa y se la colgó al
niño de su cuello, para que él sólo pudiera abrir y cerrar la puerta.
Todo
el mundo empezó a llamarle “el niño de la llave” por esa llave que le colgaba
del cuello con una cinta roja enorme que le había colocado la tal Gadea.
Su
papá y su mamá se habían ido a un país lejano donde trabajar y poder ahorrar
dinero… algún día volverían… aunque Arturito no sabía cuándo. Así que todos los
días al salir del cole se daba una vuelta por el barrio por ver si los veía
venir.
Aburrido…
terminaba por volver a casa, se quitaba la cinta roja y con la llave abría la
puerta… casi, casi no hacía ruido y despacito se metía en su habitación. Pero
Gadea siempre le oía… “Arturito, Arturito ven aquí y cuéntame que tal el día”.
Arturito
iba, claro… pero con cara de mal humor. Y la falsa abuela (que ya he dicho que
era grande… pero muy muy grande) alargaba su enorme mano y le retorcía el
carrillo derecho como si fuera de goma. “¿qué, Arturito”, decía, “¿te has
portado bien en el cole?”... “¡claro!”, decía el niño, “pues ale, vete a tu
habitación y no me des más la lata….”
AY!!
Como le hubiera gustado a Arturito tener a sus papás con él, o, al menos, tener
un hermano o un primo… no sé, alguien cerquita que le quisiera y a quien
pudiera contar todo lo bueno que le había pasado en el cole… lo bueno y lo malo
¡claro!… Pero no, pobrecito, estaba solo. Sus papás estaban por ahí, en el
mundo, pero no a su lado.
Pero
un día, al volver del cole y después de comprar el pan en la panadería que
estaba cerca de su casa, Arturito se encontró con un carro lleno de globos, de
estrellas, de banderolas como las de los cumples, todo con colores intensos,
fuertes… rojo, amarillo, azul, verde.
Arturito
se reía sólo de la alegría que le daba ver tantos colores. Un señor, vestido de
payaso, se le acercó y le dio un globo verde…..”¡gracias, muchas gracias
señor!”, dijo Arturito. El payaso le dijo: “¿por qué eres un niño triste?”
“porque creo que nadie me quiere….” y el payaso le contestó “¿y tú, les quieres
a ellos?”.
Cuando
Arturito llegó a casa le dijo a Gadea “¿acaso tu no me quieres, Gadea?”.
Y
Gadea le soltó con poco entusiasmo: “¡qué dices, Arturito, como no te voy a
querer si eres la única persona con la que hablo… bueno con la que podría
hablar… mejor dicho… porque tú, la verdad Arturito, es que no me hablas, ni me
cuentas nada...”
Y
Arturito dijo: “Gadea y ¿si tú me contaras un cuento?”.
Y
¿sabes lo que pasó?... que a Gadea se le llenaron los ojos de lágrimas y
comenzó a recordar los cuentos que le contaban de niña sus abuelos… porque sí,
aunque no lo creas, Gadea había sido una vez niña… Arturito abrió los ojos
tanto, tanto como pudo y le preguntó: “¿pero tú, tú Gadea fuiste niña… y tenías
papás y abuelos?”
Un
poco enfadada Gadea le contestó: “Pues claro, como todo el mundo!”. “Bueno –dijo
Arturito- como todo el mundo… yo no tengo abuelos ni abuela siquiera… aunque
mis padres no estén aquí ya sé que los tengo… lo digo por otros muchos niños
que conozco….”
Y
siguió Arturito: “pero… entonces Gadea ¿dónde están tus abuelos y tus padres?”.
Y otra vez Gadea volvió a medio lloriquear...
Hacía
mucho tiempo que no lo hacía y, ¡claro! ahora como se pusiera a hacerlo iba a
estar toda la tarde llorando… ¡más vale que la consuele pronto!… pensó
Arturito. “¡no llores Gadea!” y fue y le dio un beso.
Gadea
como pensaba que nadie la quería se dijo para si….más vale que sonría no vaya a
ser que este tampoco y dijo: “bueno, ale, que si no se nos pasa el tiempo entre
lágrimas”.
Y
entonces le empezó a contar el cuento de las moneditas de oro… pero ese a
Arturito no le gustaba. Quería saber cosas de Gadea. En el cole le habían dicho
lo importante que era preocuparse por los demás. De sus problemas y de su vida.
“Las personas, le había dicho Don Anselmo, el profe de Historia, no son malas
sin más, siempre hay algo dentro de ellas que les impide cambiar. Si consigues
averiguarlo podrás, sin duda, ayudarles…..”, además estaba lo del payaso y la
necesidad de contestar a esa pregunta ¿quiero yo a los demás?.
Así
que Arturito pensó que tenía que empezar a “querer a los demás….”
Lo
primero que le dijo a Gadea es que intentara salir de casa: “no sabes la de
cosas que te estás perdiendo, ahí fuera hay muchas cosas bonitas y mucha gente
amable. Y otras… no tanto, pero tú podrías cambiarlas”.
Gadea
se quedó sorprendida del “discurso” que le acababa de lanzar Arturito. No sabía
si reír o quizá, volver a llorar. “Quizá tengas razón. Pero… hay un problema…
¡mis piernas no me aguantan, tengo tantos kilos encima!”. “¡Pues claro!”, dijo
Arturito sin pretender molestarla mucho, “¡cómo que no paras de comer chuches y
patatas fritas!. Desde hoy vamos a comer sólo fruta y verduras y, si acaso,
pollo o pavo que es lo que dicen en la tele. Y, sobre todo, ¡muévete!”, gritó
Arturito… que aquí se puso un poco pesado, la verdad.
Entonces
Arturito tiró de los brazos de Gadea cuanto pudo y, después de conseguir
ponerla de pie, le insistió en eso de: izquierda, izquierda, izquierda,
derecha, izquierda…así como con música de desfilar.
Gadea
lo consiguió y la ensalada, el pavo y la manzana no le pareció nada mal. En
cuanto a las chuches… Arturito se las llevó al cole para repartir (sólo una) a
cada niño.
Y
así pasó un tiempo.
Un
día Gadea comprobó que la ropa le quedaba grande y le dijo a Arturito que era
tiempo de salir a la calle. El niño hasta aplaudió de contento que estaba.
Decidieron que, al día siguiente sábado, sería un buen día para salir.
Entonces,
ese sábado, abrió la puerta Arturito y un soplo de aire le dio a Gadea en toda
la cara. Y ¿sabes qué pasó? que le gustó. Sí, le gustó y le recordó de golpe
cuando ella era más joven y salía a jugar con los niños del barrio. Y, ¡claro!,
volvió a llorar.
Arturito
cogió de la mano a Gadea que seguía gimoteando. “¡Anda Gadea, no llores más! ¿a
que te gusta el airecito?”. “Sí, sí,-dijo Gadea- sí”, repitió. Arturito sonrió
y la miró con ternura… quizá fue la primera vez en el año que llevaban juntos
que miraba así a Gadea.
Solo
fue una vuelta a la manzana, solo una vuelta alrededor de la casa. A Gadea le
dio un vuelco el corazón, como si recordara muchas cosas de su vida: sus padres,
sus abuelos,… a su hija.
Volvieron
a casa. Arturito tenía los ojos fijos, fijos en Gadea, sorprendido de su
cambio. De repente pensó: ¡está guapa Gadea!. Y se lo dijo… y le dijo también
que por la noche tenía, por fin, que contarle una historia… pero que fuera
bonita… “¡seguro que tú sabes muchas!”... le dijo.
Y
así fue. Gadea antes de dormir se sentó frente a Arturito, que estaba ya metido
en la cama, y esto fue lo que Gadea contó:
“Pues
señor era una vez una familia compuesta por padre, madre e hijo y, aunque eran
muy, muy pobres, eran muy, muy felices.
Pero
un día el padre llegó a casa y dijo que tenía que ir a recorrer el mundo porque
había tenido un sueño.
En
el sueño descubría un lugar secreto en una isla lejana… donde había un tesoro
escondido. El tesoro, según el sueño, estaba oculto en lo alto de una montaña y
dentro de un cofre.
Así
que decidió partir en su busca, pero la madre dijo que le acompañaba y que
llamaría a la abuela del niño para que se quedara con él. Y así fue. La abuela
del niño fue a cuidarle. Pero pasó un día y otro y otro… y no había noticias de
los padres.
Y
ocurrió que la abuela, que nunca antes había visto a su nieto, empezó a
quererle, tanto, tanto que pensó que mejor no decirle nada hasta que el niño la
quisiera a ella tanto o más que ella a él.
La
cosa en verdad era rara, porque a ver: ¿alguien sabe de alguna abuela que no
quiera a su nieto? ¡eso no se ha visto nunca!.
Gadea
continuó con su historia… pero entonces Arturito que era muy listo y que
siempre sacaba muy buenas notas, gritó: ¡Gadea, tú, tú eres mi abuela! Y se
lanzó sobre ella a darla el beso más gordo que imaginarse pueda.
Gadea
lloraba… yo no sé si de alegría o de qué… el caso es que, cuando estaban
abrazados abuela y nieto, se abrió la puerta de la casa y ¿sabes quién
apareció?... pues sí, el padre y la madre de Arturito… ¡habían encontrado el
tesoro!. Estaba en un cofre donde el sueño le había dicho al padre.
Y,
cuando abrieron todos juntos el cofre apareció un pergamino grande que decía:
“EL MEJOR TESORO ES LA FAMILIA”.
Y
fin de la historia: todos vivieron muy felices y ¡comieron perdices!. Y ya no
tuvieron que irse ninguno por ahí porque en casa ¡lo tenían todo!.
(¡AH!
que Arturito ya nunca más fue el niño de la llave… porque siempre estaba su
mamá o su abuela o su papá esperándole en casa).
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